Cuando hablamos de adicciones pensamos en droga o alcohol. Algunas veces también en juego, comida, trabajo o sexo. Podríamos agregar a está lista la televisión, las redes sociales, los medios de comunicación digitales y muchos objetos o actividades más, en rigor podemos ser adictos a cualquier cosa que tenga la capacidad de provocarnos placer. Es que, como dice la doctora Marian Rojas Estape en el reportaje que le concedió a Infobae, el placer y la adicción están íntimamente relacionados. Por las dudas aclaramos que no nos referimos aquí al sano placer que muchas actividades en justa medida pueden brindarnos, pero el límite entre el sano placer y la adicción suele ser difuso y esto se explica por el funcionamiento de los mecanismos de recompensa en nuestro cerebro.
La naturaleza se aseguró de que realizáramos algunas actividades esenciales para nuestra supervivencia o la de la especie, como comer o tener sexo, mediante circuitos de recompensa. La dopamina es el neurotransmisor que se genera en estas y otras actividades placenteras. Se podría decir que es la manifestación química del placer, la moneda de cambio con la que la naturaleza nos recompensa por asegurar nuestra supervivencia o la de la especie. El problema es que, como dice la doctora Rojas Estape, aprendimos a hackear esos circuitos de placer. Muchos productos y actividades modernas están específicamente diseñados para generar una gran cantidad de dopamina en forma instantánea: comida chatarra, videojuegos, series, pornografía online, redes sociales, comunicaciones instantáneas y muchas más. ¿Cuál es el problema si la dopamina nos genera placer? Justamente, que una gran cantidad de dopamina nos vuelve insensibles a este estímulo, de manera que necesitamos cada vez más para obtener cada vez menos placer. Así nos volvemos adictos casi sin darnos cuenta. Pero el mayor problema no es ese, sino que nuestros circuitos de recompensa saturados ya no nos permiten disfrutar de los estímulos simples de la vida cotidiana: una palabra amable, acariciar a una mascota, terminar un trabajo bien hecho, amar o ser amado. La vida deja de tener incentivos o propósitos válidos cuando nuestros mecanismos de recompensa cerebrales están saturados. Lo que sigue es la depresión y en algunos casos el pensamiento suicida.
Afortunadamente, como también señala la doctora Rojas Estape, este camino se puede desandar. ¿Cómo? Aprendiendo a aplazar la recompensa. Inevitablemente seguiremos viviendo en una sociedad llena de estímulos adictivos, por eso esta propuesta además de efectiva es muy realista. No nos pide que tiremos nuestro celular a la basura, que cerremos todas nuestras redes sociales ni que hagamos una dieta cien por ciento naturista. Podemos seguir disfrutando de todos los placeres, también de esos placeres tan artificiales que trajo la modernidad. Lo importante es la medida: cuándo y cuánto. Si aprendemos a medir y postergar estos “permitidos” no nos producirán menos placer sino más, y cada vez más a medida que nuestros receptores de dopamina dejen de estar saturados, y lo que es más importante: volveremos a disfrutar de esos pequeños placeres de la vida que son, en definitiva, las cosas que la colman de sentido y nos protegen de nuestros propios pensamientos suicidas.
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