
Dolor, desconsuelo, son las únicas emociones que conocía. Me refugiaba cada vez que
podía en el único sentimiento o en la única sensación que me hacía sentir que todavía
estaba viva. A veces, era interno, mudo y en silencio, tanto que casi o nadie lo notaba.
Otras veces no alcanzaba, necesitaba verlo, sentirlo y causarlo. Hay quienes dicen que
uno se hace adicto al dolor, que es una adicción más como cualquier otra. Y no puedo
negar que a veces se me iba de las manos la aflicción y necesitaba esa dosis de zona de
confort, de daño, sin importar el lugar, el momento o las circunstancias, siempre
estaba preparada de más de una manera para que pase en caso de ser necesario. Era
como un botiquín de emergencias que, por el contrario, no lo utilizaba para salvarme
la vida, sino que lo abría simplemente para herirme aún más, para que mi vida cada
vez se vaya acortando. Al igual que un adicto, posterior al acto venía el momento de
paz, de calma y de placer. El problema es que duraba unos pocos minutos, y nunca
terminaba siendo suficiente. No había quién me ponga un límite, tampoco estoy
segura de haberlo querido, de hecho, no niego haberlo disfrutado hasta la última vez.
Era como estar jugando una ruleta rusa continuamente, gatillando todo el tiempo
esperando un único resultado que nunca llegaba, porque, por suerte siempre alguien
venía a rescatarme.
Hoy, con el paso del tiempo (y mucho trabajo) siento temor. Porque el martirio no se
fue, está, sólo que se escondió o se silenció, pero sé que está todo el tiempo
acechando, esperando el momento perfecto para salir y recordarme que no se fue,
que es parte de mi y yo, parte de él. Que somos uno, que nos conocemos de la manera
más íntima. Por eso sabe cómo y cuándo volver, de qué forma. Si en forma de miedo,
de dolor, de angustia, de decisión, o cualquier sentimiento pernicioso, pero siempre
sabe cómo.
La tarea más difícil creo yo, no es aceptar tener dicha adicción, tampoco superarla. Es
asumir que es una afección que estuvo, está y estará. Un trastorno con el que todos los
días se aprende a convivir, que incluso al conocerlo de forma tan minuciosa nos
podemos anticipar a cuándo y cómo va a venir, podemos ir encontrando un remedio
antes de que la enfermedad ataque nuevamente. No cualquiera tiene el poder de
reconocer la próxima embestida que se le viene encima. Nosotros, quienes conocemos
el dolor tan de cerca, podemos decir y creer que sí, que tenemos ese poder. ¿Por qué
no usarlo a favor? Afuera, hay libros que esperan ser leídos, canciones que esperan ser
escuchadas, sabores que desean ser descubiertos, lugares y rincones que desean ser
vistos. Personas que desean ser conocidas y que deseamos conocer. Amores que
queremos vivir, distancias que queremos recorrer, abrazos que queremos dar e incluso
repetir. Fragancias que esperan ansiosas de ser olidas por primera vez. Reencuentros.
Películas. Afuera, hay una vida que espera con afán, con deseo, con anhelo, ser vivida.
Pudimos darle una oportunidad al dolor, a la enfermedad, a que vivan por nosotros
nuestra vida. ¿Por qué no darnos una oportunidad a nosotros mismos de ser quiénes
manejen esta vez las riendas? ¿Por qué no darnos una oportunidad de elegir qué
dirección darle a las cosas? Y quién sabe, quizás, hasta el dolor se olvide por un rato
que habita nuestro cuerpo, salga por ahí a pasear, a habitar a otro, a tomar el control
de su propio sentido, y sólo aparecer en el momento que sea ineludible, (porque
aunque no nos guste, como cualquier otra emoción, lo es). Pero ésta vez que venga a
enseñar para luego volver a irse, y nosotros, continuar con nuestra cotidianeidad,
como continuamos luego de que el viento nos da de frente y nos nubla un poco la
vista. Entonces frenamos para poder ver mejor el panorama, esperamos que el viento
calme y luego seguimos caminando con normalidad. Ésta vez, les aseguro, no será más
que eso.
Ver también:
コメント